La
biblioteca presenta lecturas para momentos íntimos...
Bajo
las rojas murallas de París estaba formado el ejército de Francia.
Carlomagno iba a pasar revista a los paladines. Ya llevaban allí más
de tres horas; hacía calor; era una tarde de comienzos del verano,
algo cubierta, nublada; dentro de las armaduras se hervía como en
ollas a fuego lento. No hay que descartar que alguno de aquella
inmóvil hilera de caballeros hubiera perdido ya el sentido o se
hubiera adormilado, pero la armadura les mantenía erguidos en la
silla, a todos por igual. De pronto, tres toques de trompeta: las
plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire inmóvil como ante
una ráfaga de viento, y enmudeció de inmediato aquella especie de
bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, está
visto, un roncar de guerreros ensordecido por las golas metálicas de
los yelmos. Y por fin, le descubrieron avanzando desde lejos, llegaba
Carlomagno en un caballo que parecía mayor de lo natural, con la
barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y
guerrea, guerrea y reina, dale que dale, parecía algo avejentado,
desde la última vez que le habían visto aquellos guerreros.
Detenía
el caballo ante cada oficial y se volvía a mirarlo de arriba abajo:
–¿Y
quién sois vos, paladín de Francia?
–¡Salomón
de Bretaña, sire!–respondía aquél a voz en grito alzando la
celada y descubriendo el rostro acalorado, y añadía alguna noticia
práctica, del tipo–: cinco mil caballeros, tres mil quinientos
infantes, mil ochocientos de servicio, cinco años de campaña.
***
-
¿Y vos? –El rey había llegado ante un caballero de armadura
totalmente blanca; sólo una fina línea negra corría todo
alrededor, por los bordes; el resto era cándida, bien conservada,
sin un rasguño, bien acabada en todas las juntas, coronada en el
yelmo por un penacho de quién sabe qué raza oriental de gallo,
cambiante con todos los colores del iris. En el escudo había
dibujado un blasón entre dos extremos de un amplio manto drapeado, y
dentro del blasón se abrían otros dos extremos de manto con un
blasón más pequeño en medio, que contenía otro blasón en su
manto aún más pequeño. Con dibujo cada vez más fino se
representaba una sucesión de mantos que se abrían uno dentro de
otro, y en medio debía de haber quién sabe qué, pero no se
conseguía distinguir, de tan diminuto que se hacía el dibujo. –Y
vos ahí, os presentáis tan pulcro…–dijo Carlomagno, que cuanto
más duraba la guerra menos respeto por la limpieza veía en los
paladines.
–¡Yo
soy –la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como
si no fuera una garganta, sino la propia chapa de la armadura la que
vibrase, y con un leve retumbar de eco–Agilulfo Emo Bertrandino de
los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de
Selimpia Citerior y Fez!
–Aaah...
–dijo Carlomagno, y del labio inferior, algo salido, le brotó un
pequeño trompeteo, como diciendo: «Si tuviera que acordarme del
nombre de todos ¡estaría aviado!». Pero de inmediato frunció el
ceño–. ¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro
rostro?
El
caballero no hizo ningún gesto; su diestra enguantada con una férrea
y bien ensamblada manopla se aferró más fuerte al arzón, mientras
que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido por un
escalofrío.
–¡Os
hablo a vos, paladín! –insistió Carlomagno –. ¿Cómo es que no
mostráis la cara a vuestro rey?
La
voz salió neta de la mentonera: –Porque yo no existo, sire.
–¡
Y ahora esto! –exclamó el emperador–. ¡Entonces tenemos entre
nuestras filas un caballero que no existe! Dejadme ver.
Agilulfo
pareció vacilar un momento, y después, con mano firme pero lenta,
levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura
blanca de iridiscente cimera no había nadie.
Italo Calvino, el caballero inexistente.
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